Ninguno de los asistentes al vetusto Chicago Stadium podía adivinar que aquel 26 de octubre de 1984 estaban asistiendo a una noche que pasaría a la historia de la NBA. Los Chicago Bulls abrían el fuego de la temporada 84-85 recibiendo a los Washington Bullets de Gus Williams, Rick Mahorn y el ex barcelonista Jeff Ruland.
En las filas del equipo de Illinois un joven que estaba llamado a cambiar el baloncesto para siempre y que años más tarde sería considerado como el mejor jugador de todos los tiempos. Incluso hay quien se ha atrevido a etiquetarle como el mejor deportista de la historia. Hablamos, por supuesto, de Michael Jordan.
Aquella ventosa tarde otoñal, los aficionados acudían a la antigua cancha de los Bulls con la única intención de descubrir a los nuevos jugadores de la plantilla y disfrutar con el malogrado Orlando Wooldridge, que llegaba en pleno apogeo de su carrera. Nada que no hubiera pasado en temporadas anteriores.
Entre los componentes del primer grupo se encontraba un tal Michael Jordan, elegido como número 3 del draft, por detrás de Hakeem Olajuwon y Sam Bowie, y que llegaba como el héroe olímpico que había devuelto el oro olímpico a Estados Unidos frente a la España de Fernando Martín, Corbalán, Iturriaga...
A pesar de su éxito internacional, Jordan aterrizaba en la NBA con el cartel de buen jugador, pero nada hacia presagiar la dimensión que iba a adquirir con el paso de los años. "Creo que nadie podía pensar en aquel momento que estábamos ante un partido histórico", asegura Rod Higgins, ex compañero de Jordan en los Bulls y padre del actual jugador del Barcelona Cory Higgins, tres décadas después de aquel partido.
"No estamos hablando de un siete pies, que eran los jugadores que dominaban el baloncesto en aquel entonces y la clase de jugadores sobre la que se construían las franquicias", asegura Higgins cuando recuerda aquella época. "Tampoco era un base que que tenga el balón en las manos todo el tiempo. Quiero decir, él era un escolta, ¿cuánto podía controlar?"
Jordan llegaba al primer partido de la temporada tras un 'training camp' en el que había asombrado a todos sus compañeros y entrenadores. Su ambición y su caracter competitivo, amén de su calidad, ya le habían hecho destacar entre sus compañeros. "Mejora cada día. Si sigue así se convertirá en Supermán si no lo es ya. Houston y Portland se van a arrepentir de no haberle seleccionado", aseguraba su compañero Dick Minniefield, mientras que algunos de sus rivales en pretemporada le habían catalogado como un regalo divino.
Si sigue así se convertirá en Supermán si no lo es ya. Houston y Portland se van a arrepentir de no haberle seleccionado"
Los elogios empezaban a acompañar a Jordan allá donde iba. Sin embargo, aquel primer partido como profesional, aquel debut no aventuraba nada de lo que vendría después. Bueno, una cosa sí. El espíritu indomable de un jugador cuyo carácter le granjeó casi tantos enemigos como admiradores. Un caracter irreductible que le impedía dar un balón por perdido o lamentarse por un fallo cometido, como demostró en una de las últimas jugadas del choque.
No tenía tiempo para eso si quería llegar a ser el mejor. Un pensamiento que comenzó a rondarle la cabeza el día que su entrenador de instituto le dijo que no valía para el baloncesto y prescindió de él. Sin saberlo, aquel hombre acaba de parir al mejor jugador que se ha visto en una cancha. O al menos uno de los mejores.
Aquel bebé que nació en el instituto, llegó como un adolescente a la NBA y comenzó su andadura hacia la leyenda aquella tarde en Chicago. Con su famosa muñecera en un fino antebrazo izquierdo y un uniforme blanco en el que se leía el nombre de los Bulls, Jordan saltó a la cancha para enfrentarse a los Bullets. Enfrente, dos de los más duros de la Liga como Jeff Ruland y Rick Mahorn.
Jordan intentó varias veces atravesar la zona rival y fue entonces cuando se dio cuenta de que la NBA poco o nada tenía que ver con el baloncesto que había jugado hasta entonces. "Me dijó que aquellos dos tipos eran muy duros tras recibir una falta", aseguraba su ex compañero Higgins. "Al segundo ya se había levantado e iba hacia ellos otra vez".
Una lección más. Lejos de arrugarse ante nadie, el novato lo intentó una y otra vez y aunque su primer partido en la NBA no pasará a la historia como una de sus grandes gestas, el vídeo tiene valor de incunable por lo que su protagonista llegaría a ser.
El escolta terminó el choque con 16 puntos tras anotar cinco de 16 tiros de campo y seis de siete desde la línea de personal. Además sumó siete asistencias y seis rebotes. Números muy lejanos de lo que luego vendría, pero que adivinaban un futuro prometedor para un joven sin miedo a sobrevolar los cielos de la NBA más alto que ningún otro, como demostró en una de las últimas jugadas del partido cuando se sostuvo en el aire para anotar en la cara de Ruland.
Fue la primera vez que levantaba de sus asientos a los espectadores de Chicago que, sin saberlo, acababan de presenciar uno de los pedazitos más importantes de la historia del deporte: el debut NBA de un tal Michael Jeffrey Jordan.
Fuente: Marca.com
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